De aquí podría deducirse que la sociedad es un cambio mútuo de servicios recíprocos. ¡Grave error!; es todo lo contrario: nadie concurre a la reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella; es un fondo común donde acuden todos a sacar, y donde nadie deja, sino cuando sólo puede tomar en virtud de permuta.
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Y el gran lazo que la sostiene es, por una incomprensible contradicción, aquello mismo que parecería destinado a disolverla; es decir, el egoísmo.
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Descubierto ya el estrecho vínculo que nos reune unos a otros en sociedad, excusado es probar dos verdades eternas, y por cierto consoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad, tal cual es, es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos unos a otros; segunda, que es franca, sincera y movida por sentimientos generosos, y en esto no cabe duda, puesto que siempre nos hemos de querer a nosotros mísmos más que a los otros.
Felizmente no se llega al conocimiento de estas tristes verdades sino a cierto tiempo; en un principio todos somos generosos aún, francos, amantes, amigos... en una palabra, no somos hombres todavía; pero a cierta edad nos acabamos de formar, y entonces ya es otra cosa: entonces vemos por la primera vez, y amamos por la última.
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Mira, apartémonos; quiero evitar el encuentro de ese que se dirige hacia nosotros: me encuentra en la calle y nunca me saluda; pero en sociedad es otra cosa; como es tan desairado estar de pie, sin hablar con nadie, aquí me habla siempre. Soy su amigo para estos recursos, para los momentos de fastidio; también en el Prado se me suele agregar cuando no ha encontrado ningún amigo más íntimo. Esa es la sociedad.
-Pero observo que huyendo de él nos hemos venido al écarté. ¿Quién es aquel que juega a la derecha?
-¿Quién ha de ser? Un amigo mío íntimo, cuando yo jugaba. Ya se ve, ¡perdía con tan buena fe! Desde que no juego no me hace caso. ¡Ay! este viene a hablarnos.
Efectivamente, llegósenos un joven con aire marcial y muy amistoso.
-¿Cómo le tratan a usted?...-le preguntó mi primo.
-Pícaramente; diez onzas he perdído. ¿Y a usted?
-Peor todavía; adiós.
Ni siquiera nos contestó el perdidoso.
-Hombre, si no has jugado.-le dije a mi primo-, ¿cómo dices?...
-Amigo, ¿qué quieres? Conocí que venía a preguntar si tenía suelto. En su vida ha tenido diez onzas; la sociedad es para él una especulación: lo que no gana lo pide...
Autor: Mariano José de Larra, 1835
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