jueves, 17 de agosto de 2006

un díaaaanormal


Era una nublada noche de un invernal Agosto, cuando el sol me despertaba a altas horas de la tarde del día anterior.
Subí las escaleras y bajé a la calle que estaba del revés, por lo que tuve que girar 180 grados. Fue entonces cuando ví aproximarse a gran velocidad por mi espalda aquel vehículo que se alejaba lentamente, hasta quedarse detenido a escasos metros de mi rodilla derecha.
Andé dos kilómetros con la pierna izquierda hasta llegar al lugar donde estaban mi pierna derecha y el coche, y me asomé por la ventanilla: descubrí asombrado que nadie lo conducía, a excepción del conductor. Entonces cerré bien los ojos y escruté a aquel hombre que si bien no estaba en el coche, permanecía dentro de él sin moverse del sitio a pesar de que tenía espacio de sobra para hacerlo. Sospeché que tenía que haber gato encerrado, de modo que que intenté abrir el maletero, pero ya estaba abierto, así es que me fue materialmente imposible y tuve que pensar en otra cosa.
El gato más seguramente estaría debajo del coche sirviendo de apoyo para la sustitución de una rueda nueva por otra pinchada o desgastada. Al darme cuenta con horror de que la rueda de repuesto estaba en perfectas condiciones, procedí a reventarla con una navaja que pasaba por allí en compañía de un maleante de conocido renombre -maleante-, que tuvo la gentileza de robarme la cartera: sacó los tiques de la compra, y me la devolvió con las tarjetas y el dinero... el muy miserable.

Entre tanto, el coche estaba todavía aquí, pero yo estaba allí, y hube de tomar un autobús que me dejó aquí de nuevo.
Me volví a asomar por la ventanilla para comprobar que el volante era cuadrado como de costumbre, cuando de pronto, del suelo cayó un objeto que me golpeó en el dedo meñique de mi oreja derecha. Recogí dicho objeto del techo y me lo entregué a mí mismo sin apenas mirarlo, pues sabía de sobra que no era más que un objeto que había caído del suelo.
Elegí al azar una de las cincuenta ruedas del coche -en concreto la tercera, pues es 3 es mi número favorito los Miércoles bisiestos- y procedí a cambiarla. Pero el gato no aparecía, de modo que usé una máquina compuesta de un engranaje de piñón y cremallera, con un trinquete de seguridad, que sirve para levantar grandes pesos a poca altura.

El desconocido del coche, que era mi primo Antonio al que conozco desde que mi tía lo echó de su casa y se vino a la mía a vivir, me invitó a subir para llevarme a mi trabajo. Me subí agradecido a mi primo, y me llevó a caballito hasta la puerta del edificio donde curro. Me despedí, y automáticamente dejé de trabajar allí. De todas formas, tras la puerta no había nada pues la empresa se había trasladado, y tras la mudanza en aquel solar tan sólo quedaban los marcos de las ventanas, los muebles, y las cucarachas correteando por el aire... todavía no se habían enterado de que el edificio había cambiado de lugar, pero ya caerían.

Anduve deambulando por las calles cabizbajo, esquivando serpientes venenosas fugadas del zoo y vendedores a domicilio, cuando empezó a llover. Al ser de alta estatura, tuve que correr al instante a refugiarme de los afilados trocitos de nube que caían, bajo un soportal, mientras la gente bajita todavía disponía de media hora hasta que le alcanzaran. Saqué del bolsillo de los zapatos aquel objeto que me golpeó en el coche de mi primo, y lo manoseé un rato con el ombligo por distraerme y hacer tiempo: era una bola pequeña, de hecho parecía un clavicordio, o quizá una raqueta de tenis; era de un color que se me antojó verdoso o azulado; estaba dudando, así que encendí la luz y descubrí que era amarillo. ¡Amarillo!... tenía que deshacerme lo antes posible de esa cosa, pues no hacía juego con mis pendientes lilas según los cánones actuales de combinaciones de colores chachipirulis.

En cuanto la lluvia cesó, remé con fuerza rumbo a los barrios bajos, escondiéndome de la policía y de los estilistas, arrastrándome por solitarios callejones o disfrazándome a ratos de el señor Spock a ratos de la gallina Caponata para pasar inadvertido, hasta que llegué a la tienda del viejo anticuario. Le mostré la bola, y el viejo, que aparentaba más años de los que tenía -pues en verdad no tenía ningún año-, se la entregó a su perro para que la analizase con su intuición canina. Finalmente me ofreció 50.000 euros en billetes de 55,555555 periodo. Pero yo me negué; no me parecía un precio justo. Regateé duramente con él durante dos meses y cinco minutos, en los cuales me alimenté hurtando disimuladamente bolitas de carne del cuenco de comida del perro -que terminó cogiéndome manía, y tanto es así que me arranco una pestaña de un bocado-, hasta que conseguí vender la bola a cambio de 3 euros (en monedas de 0,333333 periodo) y un autógrafo de Snoopy.

Empezaba una nueva vida para mí; empezaría de cero; ya no volvería nunca a mi vieja casa... se me había olvidado la dirección.

5 comentarios:

jota dijo...

Escher mismo, no lo hubiera explicado mejor.

xd.

Grande.

Otratazadecafe dijo...

Un día absurdo diría yo, pero muy entretenido el ejercicio mental que hay que hacer para imaginarse todo esto.

Herel dijo...

Taza, para una vez que escribo sinceramente sobre mi vida... el resto del blog es todo pura invención fantasiosa... ;D

Hola Jota, por eso lo he puesto, porque sus láminas ilustran muy bien una geometría y una lógica que revientan los ejes cartesianos y la razón.

Guillermo dijo...

jajajaja me parto, totalmente surealista me encanta

Ada dijo...

Jajajaja, muy bueno; no había leído esto y juraría que leí todo tu blojjjjjjj. Este tipo de relatos me encantan ^^
¡Ah! Grande la conjugación del verbo 'andar'. :P